0346 «Y el Verbo se hizo carne»

25 de marzo de 1938: Libro 8

«Y el Verbo se hizo carne». Escucha estas palabras de salvación y comunícalas a todos los que buscan, porque la Encarnación del Señor y Salvador en la Tierra fue algo maravilloso: la inconcebible Magnificencia de Dios se incorporó al ser de un hombre para traer la Luz a todos los seres de la Tierra y el universo. Porque el estado del hombre estaba tan oscurecido que la luz del conocimiento no podía penetrar las tinieblas. Por eso, junto con la plenitud de su Luz, Dios puso todo su Ser divino dentro de la forma exterior de un hombre, para iluminar el mayor mal de la humanidad, la noche del espíritu, y para prepararle al alma del hombre el camino hacia la verdadera vida. Todo el universo con sus incontables seres, desde la criatura más ínfima hasta el ser espiritual más perfecto, se inclinan ante la Magnificencia de Dios.

El Ser divino más sublime y perfecto descendió a la Tierra, en medio de sus criaturas, y vivió igual que ellas, como hombre sometido a todas las leyes naturales. A su paso por la vida, desde el nacimiento hasta la muerte, se le aplicaron las mismas condiciones que acompañan a cada ser vivo de la Tierra.

Pasó una adolescencia laboriosa y modesta y recibió una educación de sus padres, temerosos de Dios, que prepararon al hombre físico hasta un punto tal que pronto el Espíritu divino pudo unirse con Él y, con toda la plenitud de su Luz, tomar morada en este cuerpo humano perfeccionado por completo conforme la Voluntad del Padre. De manera que la Divinidad actuaba en la Tierra para el bien de la humanidad. Y para iluminar su espíritu. Exteriormente había poca diferencia entre Él y sus discípulos, pues no ocupaba un trono ante ellos sino que vivió como un hermano entre hermanos. Y su Espíritu divino llenó el ambiente de Luz y Amor.

El Espíritu divino abarca todo el universo. Pero en su forma original inmaterial los hombres no le reconocieron. Ni la inteligencia más sensible pudo hacerse una idea sobre Dios. Por lo que quedó formulada una pregunta insondable, cuya solución quedaba fuera de toda facultad mental del hombre. Y para responderla, para que esa idea pudiera volverse asequible a los hombres, la eterna Divinidad, el Espíritu de Dios, la Quintaesencia de todo lo que existe y existirá, el Origen de cada idea creadora, la Luz eterna, el Verbo, se encarnó en un receptáculo humano en la Tierra. Y el Verbo se hizo carne.

¡Adorad eternamente al Santísimo de los Cielos y de la Tierra! Porque en la Encarnación se manifiesta el infinito Amor de Dios a todos los seres del universo, sin que ninguno de ellos sea desatendido. Cuando el divino Salvador dejó su huella en la Tierra, en ella se abrió la eternidad, y una Luz muy clara entró en los corazones humanos.

Semejante obra de Bondad y Misericordia divina tenía que irradiar a todas las almas de los que se encontraban cerca de Él. Esta irradiación tenía que causar una gran alegría a los hombres, como una lluvia agradable después de una gran sequía, que respiraron aliviados porque ya no corrían el riesgo de perecer, sin esperanza, en el fuego de sus aflicciones interiores.

Durante aquellos pocos años se tomaron suficientes disposiciones para que los pueblos se acercaran a Dios. Aunque la doctrina de Cristo se estableció allí donde el Señor enseñaba, aún tenía que divulgarse por todo el mundo. Un acontecimiento milagroso siguió a otro y la Palabra de Dios se hizo viva en los corazones de muchos hombres, pues su Espíritu les dio el don del entendimiento.

Pero como lo malo se opone continuamente a lo bueno, hubo una lucha permanente entre los adeptos de la antigua doctrina y los de la doctrina pura de Jesucristo, una lucha permitida para que se cumpliera la obra de la Encarnación.

Amén.

Traducido por: Meinhard Füssel

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